Decía Voltaire que “los progresos de la razón son lentos, las raíces de los prejuicios, profundas”. Cuanto más nos adentramos en el feminismo, más tomamos conciencia de lo profundamente arraigadas que están las creencias patriarcales en nuestra cultura. Tanto es así que incluso la filosofía y la ciencia, las esferas de la razón desde las que se ha combatido la superstición y los prejuicios, han incorporado un sesgo masculino en su manera de mirar el mundo, cuando no han defendido explícitamente la inferioridad de las mujeres.
Salvo valiosas excepciones, recorrer la historia de la filosofía es tanto como observar la historia de la exclusión femenina de la idea de humanidad. Desde la Antigua Grecia podemos encontrar una extensísima colección de descripciones de las mujeres destinadas a mantenerlas subordinadas a los hombres. Pitágoras relacionó a las mujeres con el mal y afirmó que “hay un principio bueno, que ha creado el orden, la luz y al hombre, y un principio malo, que ha creado el caos, las tinieblas y a la mujer”. Eurípides defendió la importancia de impedir que las mujeres accedieran a la formación y al saber cuando dijo:”Aborrezco a la mujer sabia. Que no viva bajo mi techo la que sea más que yo, y más de lo que conviene a una mujer. Porque Venus hace a las doctas las más depravadas”. Por su parte, Aristóteles concebía a las mujeres como seres biológicamente imperfectos e inacabados, cuya función era la reproductiva, y consideraba que tenían una voluntad subordinada a la de los hombres, a los que reservaba en exclusiva la actividad contemplativa o teórica, la política y el gobierno de la ciudad.
A partir de Grecia, la historia de la filosofía nos ha dejado cientos de páginas dedicadas a explicar la maldad, la falsedad, la incapacidad racional y la falta de voluntad de las mujeres. San Agustín defendió que es necesario que “las mujeres estén sometidas al hombre, porque es de justicia que la razón más débil se someta a la más fuerte”. Kant y Rousseau fueron pensadores que explícitamente excluyeron a las mujeres de sus proyectos políticos y del pacto social, y Hegel, por su parte, afirmó que las mujeres “no están hechas para las ciencias más elevadas”. Mención especial merecen los filósofos misóginos como Kierkegaard o Schopenhauer. El primero defendió que “la mujer pertenece al sexo débil”, el segundo adjudicó a las mujeres “miopía intelectual” y escribió que “solo infundiéndoles temor puede mantenerse a las mujeres dentro de los límites de la razón.
La filosofía contemporánea, no por estar más próxima en el tiempo, ha dejado de dar muestras de machismo y misoginia. Ortega y Gasset, en un ejemplo especialmente nítido de exclusión de las mujeres de la razón, defendió que los hombres piensan y las mujeres siente, y lo dejó expresado en una cita tan elocuente como esta: “El fuerte de la mujer no es saber, sino sentir. Saber las cosas es tener conceptos y definiciones, y esto es obra del varón”.
Esto ha planteado un problema y muchas preguntas a las feministas. ¿Qué hacemos con una historia del pensamiento que, siendo uno de los grandes patrimonios de la humanidad, ha supuesto, a la vez, una guerra cultural contra las mujeres? ¿Qué autoridad podemos conceder a una filosofía que ha errado tanto con nosotras? ¿Qué credibilidad cabe asignar a autores que han demostrado ser, más que pensadores libres contra la tradición y los prejuicios, algunos de sus más fieles guardianes?
Con respecto a la filosofía, quizá sintamos la tentación de renunciar a ella, pensar que no podemos esperar nada del pensamiento clásico por ser consustancialmente patriarcal. Sin embargo, creo que la tarea es más bien hacer una lectura crítica de la historia de la filosofía, recorrer con cuidado y atención esta materia para encontrar sus complicidades patriarcales, pero también para hallar sus vetas feministas. Celia Amorós, filósofa feminista, ha propuesto que acometamos la tarea de distinguir si la misoginia de los filósofos es consustancial a su obra o si, por el contrario, su machismo tenía más que ver con sus propios prejuicios que con la sistematicidad de su pensamiento. Ella nos enseñó que algunos hombres filósofos solo pudieron ser machistas rindiéndose a sus prejuicios y sacrificando la coherencia de sus propias ideas. Descartes no defendió la igualdad de hombres y mujeres y, sin embargo, ese olvido se hizo en contra de sus propios principios. Precisamente por ese motivo su discípulo Poulain de la Barre pudo, apelando a la coherencia cartesiana, defender el feminismo: hacer feminismo con Descartes y a pesar de Descartes. Nuestra tarea es también fijarnos en valiosísimas excepciones, muchas de las cuales han consistido en defender los derechos de las mujeres apelando a la coherencia de autores que han querido relegar y expulsar a las mujeres. Las feministas debemos leer a Platón contra Platón, a Kant contra Kant y a Rousseau contra Rousseau. Se trata de no regalar a los pensadores varones una cosa que a menudo solemos concederles: la coherencia; se trata de arrebatarles sus propios razonamientos para usarlos contra sus propios prejuicios.
Distinguir los prejuicios de los filósofos de sus razonamientos es imprescindible a la hora de saldar cuentas, desde el feminismo, con la historia de la filosofía. Si no somos capaces de establecer esa diferencia, si el machismo de un autor impugnara por entero su obra, las feministas nos veríamos abocadas a renunciar a prácticamente la totalidad de la historia del pensamiento occidental, por no hablar de la historia de la literatura, la poesía, la pintura o el conjunto de la cultura. La tarea es más bien la contraria: combatir la Ilustración androcéntrica con Ilustración, criticar el derecho masculino con derecho, desnudar la democracia patriarcal desde la democracia, o desarmar la filosofía machista con filosofía. Si la historia nos ha expulsado de la filosofía, no le allanemos la tarea, no se la regalemos. La filosofía es nuestra.
La historia de la ciencia tampoco parece una tabla a la que agarrarse. Está llena de ejemplos de cómo el pensamiento científico ha sido la herramienta del sexismo, el racismo o la homofobia. Charles Darwin dijo que “la mujer es un hombre que, ni física ni mentalmente, la evolucionado totalmente” y sirvió como autoridad a muchos científicos que en el siglo XIX “demostraron” la inferioridad mental femenina en el terreno de la antropología física, la frenología o la medicina. Edward Drinker Cope fue un reputado paleontólogo estadounidense del siglo XIX que estudió los huesos de los dinosaurios. Entre sus afirmaciones científicas figuraba la tesis de que las características de las mujeres eran similares a las de los hombres durante el estadio inicial de su desarrollo. Tenemos muchos otros ejemplos de cómo la ciencia ha estado al servicio del racismo o el sexismo. El naturalista Ernest Haeckel comparó a los negros y a las mujeres con los varones blancos cuando son niños.
Podríamos encontrar decepcionantes afirmaciones machistas de Newton y Einstein y repasar la historia de la histeria femenina y todas las teorías que desde la Grecia clásica hasta el siglo XX defendieron que el útero era causa de males y enfermedades mentales. Podemos rastrear el sexismo en la ciencia hasta llegar a autores de nuestros días, por ejemplo el psiquiatra popular Robert A. Wilson, que murió en el año 2007 y que defendía que las mujeres debían consumir estrógenos para combatir “la miseria indecible del alcoholismo, la drogadicción, el divorcio y los hogares rotos”, males a los que ellas estaban abocadas por razones hormonales y a causa del fin de su fertilidad.
La filosofía y la ciencia no solamente han sido mayoritariamente hechas por hombres, han estado también al servicio del poder masculino y se han utilizado para legitimar una sociedad desigual. ¿Cómo saldamos cuentas con ellas? En primer lugar, el feminismo ha observado que en la historia del pensamiento o de la ciencia, además de una pertinaz exclusión de las mujeres, ha habido una ocultación posterior. Pocas mujeres pudieron romper las barreras que impedían su acceso a la lectura, al estudio de la filosofía o a la investigación científica, pero algunas, normalmente de clase alta, lograron escapar a esos vetos. Liberar a la historia del pensamiento de su androcentrismo implica, entre otras cosas, rescatar aquellas figuras femeninas que, pese a haber sido olvidadas en los libros de texto y de historia, hicieron grandes aportaciones o incluso sostuvieron tesis heterodoxas con respecto al pensamiento dominante. Hay científicas olvidadas y filósofas relegadas a un segundo plano que debemos rescatar de su subalternidad.
Por otro lado, es evidente que una incorporación de las mujeres al terreno de la ciencia y la investigación, del que siempre se nos ha expulsado, es una democratización del saber científico que puede deshacer sus sesgos androcéntricos. Al igual que en el terreno de la filosofía, no se trata de que el feminismo reniegue de la ciencia, sino de que la “dispute”, que demuestre que la ciencia machista es sesgada y que la mala ciencia se supera con ciencia mejor hecha.
Quizá otro de los grandes problemas se nos plantea también cuando miramos el arte. La literatura, la poesía, el cine, la pintura o el teatro no han sido ámbitos poco masculinizados, y los prejuicios de los artistas se han dejado ver en sus obras. Dostoievski afirmaba que “la vida de toda mujer, a pesar de lo que ella diga, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse”. Y Valle Inclán decía que siempre creyó que “la bondad de las mujeres es todavía más efímera que su hermosura”. Las películas, los libros y los museos están, como nuestra historia, impregnados de una visión masculina y patriarcal del mundo. Sin embargo, forman parte de nuestro legado cultural y constituyen el acceso a nuestra cultura contemporánea o a otras culturas de las que esas obras son testigos. Si el feminismo es imprescindible es, precisamente, porque los lectores y lectoras, como los espectadores y espectadoras de museos y películas, tiene que contar con herramientas para relacionarse críticamente con obras artísticas irrenunciables de las que tenemos derecho a disfrutar, pero que perpetúan estereotipos o valores que debemos aprender a identificar.
Recientemente hemos asistido a algunas polémicas sobre ciertas obras de arte como el cuadro de Balthus Teresa soñando. Esta pintura, de 1838, suscitó un gran rechazo por parte de vecinos y vecinas de Nueva York, que recogieron 8.700 firmas para solicitar que se retirara la exposición del Metropolitan Museum argumentando que se trataba de un cuadro ofensivo que promovía la cosificación de una niña. El museo apeló a su tarea de conservación y exposición del arte, así como al respeto por la expresión artística, y no censuró la obra. Pero hemos asistido también a algunas polémicas que hacían referencia no tanto a las obras de los artistas como a las personas mismas. Ese ha sido el caso de Woody Allen, denunciado por su hija adoptiva de abuso sexual, y también el de Kevin Spacey, acusado de acoso sexual a un actor menor de edad.
Más allá del debate sobre el acoso sexual, estas polémicas han encerrado una gran pregunta sobre la relación entre los autores y sus obras. Si parece claro que una excelente persona puede ser un pésimo actor, no admitimos tan fácilmente que una malísima persona pueda ser un artista excelente, un buenísimo escritor o un filósofo de primer orden. Quizá tendemos a creer que los intelectuales a los que la historia ha admirado se lo merecen moralmente, pero esto no tiene por qué ser así: la historia del pensamiento, como la de arte, está llena de tipos infames, y el machismo de muchos de ellos es una buena prueba. Y con ello volvemos a algo que dijimos anteriormente: no podemos ignorar y dar carpetazo a los filósofos, a los escritores o a los artistas que fueron machistas porque lo fueron. Falkner era homófobo, Heidegger apoyó el nazismo y Aristóteles o Isaac Newton eran profundamente misóginos, pero eso no tiene por qué impugnar por entero el valor de las obras aristotélicas, la filosofía heideggeriana o la teoría de la gravitación universal. Las verdades científicas, como el pensamiento, el arte y la cultura, tienen valor en sí mismos y descansan en sus propios criterios de validez. Por eso, con independencia de que un artista o un pensador pueda y deba ser juzgado por sus actos, las obras han de valorarse en sí mismas. A veces las obras están encadenadas a sus creadores y llevan consigo los prejuicios de estos, pero las buenas obras tiene un valor propio y pueden incluso ser admiradas en contra del machismo o los prejuicios de sus autores. Algunas obras pueden llegar a ser utilizadas para combatir los prejuicios de quienes las lanzaron al mundo y las dejaron en nuestras manos.
El feminismo tiene que ser crítico con una civilización occidental misógina y patriarcal, debe dotarnos de herramientas para observar el mundo de la cultura, la ciencia y la filosofía. Solo una mirada crítica puede defender la libertad del arte y del pensamiento acometiendo a la vez la tarea de rastrear en nuestra cultura y nuestro pensamiento los valores desde los que podemos exigir a nuestras sociedades ser coherentes con sus aspiraciones de progreso, libertad e igualdad.
(Clara Serra. Manual ultravioleta. Feminismo para mirar el mundo. Penguin Random House Grupo Editorial S.A.U. Barcelona. 2019)